Canto primero: Peste — Cólera
Canta, oh diosa, la cólera del Pelida Aquiles; cólera funesta que causó infinitos males á los aqueos y precipitó al Orco muchas almas valerosas de héroes, á quienes hizo presa de perros y pasto de aves—cumplíase la voluntad de Júpiter—desde que se separaron disputando el Atrida, rey de hombres, y el divino Aquiles.
¿Cuál de los dioses promovió entre ellos la contienda para que pelearan? El hijo de Júpiter y de Latona. Airado con el rey, suscitó en el ejército maligna peste, y los hombres perecían por el ultraje que el Atrida infiriera al sacerdote Crises. Éste, deseando redimir á su hija, habíase presentado en las veleras naves aqueas con un inmenso rescate y las ínfulas del flechador Apolo, que pendían de áureo cetro, en la mano; y á todos los aqueos, y particularmente á los dos Atridas, caudillos de pueblos, así les suplicaba:
«¡Atridas y demás aqueos de hermosas grebas! Los dioses, que poseen olímpicos palacios, os permitan destruir la ciudad de Príamo y regresar felizmente á la patria. Poned en libertad á mi hija y recibid el rescate, venerando al hijo de Júpiter, al flechador Apolo.»
Todos los aqueos aprobaron á voces que se respetase al sacerdote y se admitiera el espléndido rescate; mas el Atrida Agamenón, á quien no plugo el acuerdo, le mandó enhoramala con amenazador lenguaje:
«Que yo no te encuentre, anciano, cerca de las cóncavas naves, ya porque demores tu partida, ya porque vuelvas luego; pues quizás no te valgan el cetro y las ínfulas del dios. Á aquélla no la soltaré; antes le sobrevendrá la vejez en mi casa, en Argos, lejos de su patria, trabajando en el telar y compartiendo mi lecho. Pero vete; no me irrites, para que puedas irte sano y salvo.»
Así dijo. El anciano sintió temor y obedeció el mandato. Sin desplegar los labios, fuése por la orilla del estruendoso mar; y en tanto se alejaba, dirigía muchos ruegos al soberano Apolo, hijo de Latona, la de hermosa cabellera:
37 «¡Óyeme, tú que llevas arco de plata, proteges á Crisa y á la divina Cila, é imperas en Ténedos poderosamente! ¡Oh Esmintio! Si alguna vez adorné tu gracioso templo ó quemé en tu honor pingües muslos de toros ó de cabras, cúmpleme este voto: ¡Paguen los dánaos mis lágrimas con tus flechas!»
Tal fué su plegaria. Oyóla Febo Apolo, é irritado en su corazón, descendió de las cumbres del Olimpo con el arco y el cerrado carcaj en los hombros; las saetas resonaron sobre la espalda del enojado dios, cuando comenzó á moverse. Iba parecido á la noche. Sentóse lejos de las naves, tiró una flecha, y el arco de plata dió un terrible chasquido. Al principio el dios disparaba contra los mulos y los ágiles perros; mas luego dirigió sus mortíferas saetas á los hombres, y continuamente ardían muchas piras de cadáveres.
Durante nueve días volaron por el ejército las flechas del dios. En el décimo, Aquiles convocó al pueblo á junta: se lo puso en el corazón Juno, la diosa de los níveos brazos, que se interesaba por los dánaos, á quienes veía morir. Acudieron éstos y, una vez reunidos, Aquiles, el de los pies ligeros, se levantó y dijo:
«¡Atrida! Creo que tendremos que volver atrás, yendo otra vez errantes, si escapamos de la muerte; pues si no, la guerra y la peste unidas acabarán con los aqueos. Mas, ea, consultemos á un adivino, sacerdote ó intérprete de sueños—también el sueño procede de Júpiter,—para que nos diga por qué se irritó tanto Febo Apolo: si está quejoso con motivo de algún voto ó hecatombe, y si quemando en su obsequio grasa de corderos y de cabras escogidas, querrá apartar de nosotros la peste.»
Cuando así hubo hablado, se sentó. Levantóse Calcas Testórida, el mejor de los augures—conocía lo presente, lo futuro y lo pasado, y había guiado las naves aqueas hasta Ilión por medio del arte adivinatoria que le diera Febo Apolo,—y benévolo les arengó diciendo:
«¡Oh Aquiles, caro á Júpiter! Mándasme explicar la cólera del dios, del flechador Apolo. Pues bien, hablaré; pero antes declara y jura que estás pronto á defenderme de palabra y de obra, pues temo irritar á un varón que goza de gran poder entre los argivos todos y es obedecido por los aqueos. Un rey es más poderoso que el inferior contra quien se enoja; y si en el mismo día refrena su ira, guarda luego rencor hasta que logra ejecutarlo en el pecho de aquél. Di tú si me salvarás.»
Respondióle Aquiles, el de los pies ligeros: «Manifiesta, deponiendo todo temor, el vaticinio que sabes; pues, ¡por Apolo, caro á Júpiter, á quien tú, oh Calcas, invocas siempre que revelas los oráculos á los dánaos!, ninguno de ellos pondrá en ti sus pesadas manos, junto á las cóncavas naves, mientras yo viva y vea la luz acá en la tierra, aunque hablares de Agamenón que al presente blasona de ser el más poderoso de los aqueos todos.»
Entonces cobró ánimo y dijo el eximio vate: «No está el dios quejoso con motivo de algún voto ó hecatombe, sino á causa del ultraje que Agamenón ha inferido al sacerdote, á quien no devolvió la hija ni admitió el rescate. Por esto el Flechador nos causó males y todavía nos causará otros. Y no librará á los dánaos de la odiosa peste, hasta que sea restituída á su padre, sin premio ni rescate, la moza de ojos vivos, é inmolemos en Crisa una sacra hecatombe. Cuando así le hayamos aplacado, renacerá nuestra esperanza.»
Dichas estas palabras, se sentó. Levantóse al punto el poderoso héroe Agamenón Atrida, afligido, con las negras entrañas llenas de cólera y los ojos parecidos al relumbrante fuego; y encarando á Calcas la torva vista, exclamó:
«¡Adivino de males! Jamás me has anunciado nada grato. Siempre te complaces en profetizar desgracias y nunca dijiste ni ejecutaste cosa buena. Y ahora, vaticinando ante los dánaos, afirmas que el Flechador les envía calamidades, porque no quise admitir el espléndido rescate de la joven Criseida, á quien deseaba tener en mi casa. La prefiero, ciertamente, á Clitemnestra, mi legítima esposa, porque no le es inferior ni en el talle, ni en el natural, ni en inteligencia, ni en destreza. Pero, aun así y todo, consiento en devolverla, si esto es lo mejor; quiero que el pueblo se salve, no que perezca. Pero preparadme pronto otra recompensa, para que no sea yo el único argivo que se quede sin tenerla; lo cual no parecería decoroso. Ved todos que se me va de las manos la que me había correspondido.»
Replicóle el divino Aquiles, el de los pies ligeros: «¡Atrida gloriosísimo, el más codicioso de todos! ¿Cómo pueden darte otra recompensa los magnánimos aqueos? No sé que existan en parte alguna cosas de la comunidad, pues las del saqueo de las ciudades están repartidas, y no es conveniente obligar á los hombres á que nuevamente las junten. Entrega ahora esa joven al dios, y los aqueos te pagaremos el triple ó el cuádruple, si Júpiter nos permite tomar la bien murada ciudad de Troya.»
Díjole en respuesta el rey Agamenón: «Aunque seas valiente, deiforme Aquiles, no ocultes tu pensamiento, pues ni podrás burlarme ni persuadirme. ¿Acaso quieres, para conservar tu recompensa, que me quede sin la mía, y por esto me aconsejas que la devuelva? Pues, si los magnánimos aqueos me dan otra conforme á mi deseo para que sea equivalente... Y si no me la dieren, yo mismo me apoderaré de la tuya ó de la de Ayax, ó me llevaré la de Ulises, y montará en cólera aquel á quien me llegue. Mas sobre esto deliberaremos otro día. Ahora, ea, botemos una negra nave al mar divino, reunamos los convenientes remeros, embarquemos víctimas para una hecatombe y á la misma Criseida, la de hermosas mejillas, y sea capitán cualquiera de los jefes: Ayax, Idomeneo, el divino Ulises ó tú, Pelida, el más portentoso de los hombres, para que aplaques al Flechador con sacrificios.»
Mirándole con torva faz, exclamó Aquiles, el de los pies ligeros: «¡Ah, impudente y codicioso! ¿Cómo puede estar dispuesto á obedecer tus órdenes ni un aqueo siquiera, para emprender la marcha ó para combatir valerosamente con otros hombres? No he venido á pelear obligado por los belicosos teucros, pues en nada se me hicieron culpables—no se llevaron nunca mis vacas ni mis caballos, ni destruyeron jamás la cosecha en la fértil Ptía, criadora de hombres, porque muchas umbrías montañas y el ruidoso mar nos separan,—sino que te seguimos á ti, grandísimo insolente, para darte el gusto de vengaros de los troyanos á Menelao y á ti, cara de perro. No fijas en esto la atención, ni por ello te preocupas, y aun me amenazas con quitarme la recompensa que por mis grandes fatigas me dieron los aqueos. Jamás el botín que obtengo iguala al tuyo cuando éstos entran á saco una populosa ciudad: aunque la parte más pesada de la impetuosa guerra la sostienen mis manos, tu recompensa, al hacerse el reparto, es mucho mayor; y yo vuelvo á mis naves, teniéndola pequeña, pero grata, después de haberme cansado en el combate. Ahora me iré á Ptía, pues lo mejor es regresar á la patria en las cóncavas naves: no pienso permanecer aquí sin honra para proporcionarte ganancia y riqueza.»
Contestó el rey de hombres Agamenón: «Huye, pues, si tu ánimo á ello te incita; no te ruego que por mí te quedes; otros hay á mi lado que me honrarán, y especialmente el próvido Júpiter. Me eres más odioso que ningún otro de los reyes, alumnos de Jove, porque siempre te han gustado las riñas, luchas y peleas. Si es grande tu fuerza, un dios te la dió. Vete á la patria, llevándote las naves y los compañeros, y reina sobre los mirmidones; no me cuido de que estés irritado, ni por ello me preocupo, pero te haré una amenaza: Puesto que Febo Apolo me quita á Criseida, la mandaré en mi nave con mis amigos; y encaminándome yo mismo á tu tienda, me llevaré á Briseida, la de hermosas mejillas, tu recompensa, para que sepas cuánto más poderoso soy y otro tema decir que es mi igual y compararse conmigo.»
Tal dijo. Acongojóse el Pelida, y dentro del velludo pecho su corazón discurrió dos cosas: ó, desnudando la aguda espada que llevaba junto al muslo, abrirse paso y matar al Atrida, ó calmar su cólera y reprimir su furor. Mientras tales pensamientos revolvía en su mente y en su corazón y sacaba de la vaina la gran espada, vino Minerva del cielo: envióla Juno, la diosa de los níveos brazos, que amaba cordialmente á entrambos y por ellos se preocupaba. Púsose detrás del Pelida y le tiró de la blonda cabellera, apareciéndose á él tan sólo; de los demás, ninguno la veía. Aquiles, sorprendido, volvióse y al instante conoció á Palas Minerva, cuyos ojos centelleaban de un modo terrible. Y hablando con ella, pronunció estas aladas palabras:
«¿Por qué, hija de Júpiter, que lleva la égida, has venido nuevamente? ¿Acaso para presenciar el ultraje que me infiere Agamenón, hijo de Atreo? Pues te diré lo que me figuro que va á ocurrir: Por su insolencia perderá pronto la vida.»
Díjole Minerva, la diosa de los brillantes ojos: «Vengo del cielo para apaciguar tu cólera, si obedecieres; y me envía Juno, la diosa de los níveos brazos, que os ama cordialmente á entrambos y por vosotros se preocupa. Ea, cesa de disputar, no desenvaines la espada é injúriale de palabra como te parezca. Lo que voy á decir se cumplirá: Por este ultraje se te ofrecerán un día triples y espléndidos presentes. Domínate y obedécenos.»
Contestó Aquiles, el de los pies ligeros: «Preciso es, oh diosa, hacer lo que mandáis, aunque el corazón esté muy irritado. Obrar así es lo mejor. Quien á los dioses obedece, es por ellos muy atendido.»
Dijo; y puesta la robusta mano en el argénteo puño, envainó la enorme espada y no desobedeció la orden de Minerva. La diosa regresó al Olimpo, al palacio en que mora Júpiter, que lleva la égida, entre las demás deidades. (…)
Fragmento recuperado: https://es.wikisource.org/wiki/La_Il%C3%ADada_(Luis_Segal%C3%A1_y_Estalella)/Canto_I